sábado, 12 de julio de 2014

Marchar hacia la muerte, de acuerdo con las ordenanzas


[de  internet]

“Todos los domingos, al mediodía, tocaban delante de la residencia oficial del jefe de distrito, que en esta ciudad representaba, nada menos, que a su majestad el emperador. Carl Joseph se escondía detrás de los pámpanos de la parra del balcón y aceptaba la música de la banda como un homenaje. Se sentía algo emparentado con los Habsburgo, a quienes representaba aquí su padre y para quienes él mismo saldría un día ala guerra y a la muerte. Sabía todos los nombres de los miembros de la casa real. Los quería de verdad, con su corazón de niño, sobre todo al emperador, que era grande y bueno, justo y digno, infinitamente lejano y cercano, con especial afecto hacia los oficiales del ejército. Lo mejor era perecer por él bajo los acordes de la música militar, de ser posible los de la marcha de Radetzky. Y al compás de la música silbaban las balas ligeras junto a la cabeza de Carl Joseph; lucía al sol el sable, el corazón rebosaba ante el paso noble y ligero de la marcha y Carl Joseph caía entre el redoble orgiástico de la música, su sangre se hundía en una estrecha cinta granate sobre el oro terso de las trompetas, el negro charol de los bombos y la plata victoriosa de los platillos.”

[Francisco José I, Kaiser del Imperio Austrohúngaro -1910-]

“El emperador era viejo. Era el emperador más viejo del mundo. A su alrededor rondaba la muerte, trazando círculos y círculos, segando y segando. El campo ya estaba vacío y solamente quedaba el emperador, como una última espiga de plata olvidada. Esperaba, sus ojos claros y duros miraban perdidos desde hacía muchos años en una inmensa lejanía. Su cráneo estaba calvo como un curvado desierto. Las arrugas de su cara eran matorrales donde se escondías los lustros. Flaco el cuerpo y caídas las espaldas. En su casa de movía sólo a pasitos, pero en cuanto salía a la calle intentaba endurecer sus muslos, las rodillas elásticas, ligeros los pies y derecha la espalda. Sus ojos irradiaban una artificial benevolencia, con la característica auténtica de los ojos imperiales: parecían ver a todos los que le saludaban. Pero, en realidad, las imágenes pasaban sin que él las viera, y sus ojos observaban únicamente aquella suave y delicada línea que marca el límite entre la vida y la muerte, junto al horizonte; esa línea que ven siempre los ancianos, aun cuando la oculten casas, bosques o montañas. Las gentes creían que Francisco José sabía menos que ellos porque era mucho más viejo. Pero, quizá sabía más cosas que muchos de ellos. Veía cómo el sol de ponía en su imperio, pero nada decía. Sabía que él moriría antes de que desapareciera su imperio. A veces se hacía el ingenuo y se alegraba cuando le explicaban detalladamente cosas que ya sabía. Le gustaba confundir a la gente con aquella astucia tan propia de niños y viejos. Y se alegraba al ver la vanidad con que se probaban a sí mismos que eran más sabios que él. Ocultaba su sabiduría bajo la capa de la ingenuidad, porque no es digno de un emperador ser sabio como sus consejeros. Más vale ser ingenuo que sabio. Cuando iba a cazar, sabía bien que le ponían la caza al alcance de su escopeta y, a pesar de que hubiera podido tirar sobre otros venados, disparaba únicamente sobre los que habían puesto a su alcance inmediato. Porque no es digno de un emperador demostrar que se da cuenta de un ardid y que sabe disparar mejor que un montero. Si le contaban embustes hacía como si los creyera. Porque no es digno de un viejo emperador demostrarle a alguien que está mintiendo. Si se reían a sus espaldas hacía como si no se diera cuenta. Porque no es digno de un emperador darse cuenta de que se están riendo de él; y mientras él no quisiera darse cuenta de ello, seguirían siendo unos necios lo que así se rieran. “





La marcha Radetzky, de Joseph Roth -1932-