sábado, 24 de septiembre de 2016

Aluvión poético



[de  internet]

           “Algunos domingos, mi tío Ginés se viene a nuestra casa después de la comida acompañándose en el camino de ese sol obsequioso que sale para todos, o seguido de ese resol brillante que se desmenuza en las fachadas de los edificios como un terrón de azúcar, y lo cuela, al sol, en nuestro comedor por los cristales del balcón, que dan al río, que ahora fluye adormilado como un gato al resolano, y mi tío aparta un tapete de ganchillo y se sienta en un extremo del sofá, queriendo no arrugar las cosas, ni estorbar, y entonces nos congregamos mi tío, mis padres, mis hermanas mayores, mi abuela…, durante toda la tarde, y a veces hasta entrada la noche, ante el altar tembloroso del televisor. Yo me quedo todo ese rato en suspenso, sumergido en el transcurrir de las horas, persuadido de que soy parte carnal de los minutos, y de esta manera estoy convencido de que el tiempo no pasa o no fluye, de que el tiempo permanece, porque yo permanezco arrebatado por programas de televisión que se llaman, por ejemplo, Tarde para todos, en cuyo título constato la doble verdad dominical de que es por la tarde y de que estamos todos.”



Los príncipes valientes, de Javier Pérez Andújar -2007-



miércoles, 7 de septiembre de 2016

30 años de un accidente



“Vasia recordaba niños y también el nombre de los pueblos donde vivían. Polesskoyé, cerca de un río hermoso. Niños de Olmany, de la nevada Slobodka. Un pasillo largo, con puertas a los lados, por el que iban llegando de la mano de una enfermera a la sala donde él montaba su espectrómetro. Que funcionaba así: una persona se sienta, apoya la espalda contra una placa que hay en el respaldo y la radiación que sale de su cuerpo produce algo parecido a un haz de luz. Energía en forma de rayos gamma. Detrás del cristal hay instalado un multiplicador fotoeléctrico que transforma la luz en señal eléctrica. Esa señal pasa a un soporte espectroscópico donde se ve el isótopo, si es potasio, o cesio 137 o cesio 134. Un programa de ordenador hace los cálculos. El conjunto se llama Espectrómetro para las Radiaciones Humanas. Su particularidad es que se puede transportar, no hay que viajar a Minsk, o a otras capitales, para medir el nivel de contaminación por cesio 137.
En unos tres o cuatro minutos se conoce el dato de la radiactividad interna, que en el caso de los niños no debería pasar de 10 o 15 becquerelios por kilo. Pero que las autoridades sanitarias fijaron en un máximo de 50. Más tarde, 70, y aun 110, de ahí no pasaron. 37 becquerelios es ya demasiado, pero en estas circunstancias se puede considerar una cantidad aceptable.

[de  internet]


Niños a los que les sangraba la nariz, que se cansaban en seguida, incluso con solo subir un par de tramos de escaleras. Niños a los que no se les dejaba salir al recreo, eso era exactamente lo que recordaba Vasia de sus viajes por los distritos de Braguine, Narovlia y Khoiniki.
Un niño más alegre que los demás le contó:
A veces me tiemblan las manos. Al principio me daba miedo, porque pensaba que me iba a morir. Murió el hijo de la señora Jodosiok, murió mi amigo Víktor, y a mi compañero de pupitre se lo llevaron al hospital de Sívitsa con el cuello hinchado y casi no podía respirar, se pasaba el día entero tosiendo. Pero yo, como aún no me he muerto, estoy contento. Mi madre me da un jarabe.”
[…]
El recreo había que pasarlo en la sala de actos, por turnos, una clase después de otra. Era el reglamento. Porque el aire libre estaba prohibido. Marusia Bobrova, la directora de la escuela, le contó que unos hombres con mascarillas midieron las manchas de radiactividad con sus contadores Geiger y las dibujaron sobre un plano del pueblo. En este círculo si se os queda una pelota la dejaís.
Como el círculo estaba junto a una explanada donde jugaban los niños, se iban acumulando las pelotas que después nadie se atrevía a recoger. Y acababan deshinchadas. Una veintena de pelotas, asómese, se ven desde este balcón.
[…]
Pero la lluvia borró las rayas rojas y ya nadie había vuelto a pintarlas.
Al final los niños quisieron cantar para Vasia unas canciones populares, en agradecimiento por haber ido a la escuela con sus aparatos. El Espectrómetro para las Radiaciones Humanas. Él se resistió, alegando que le esperaban en otros pueblos. Y era verdad. Y luego conducir por las carreteras, con la nieve había que ir despacio, llegaría tarde.
Pero acabó quedándose, habían sido niños tan obedientes. Vasia cogió entonces la silla de la maestra, la puso en el centro de la tarima y se sentó. Juntó las rodillas y levantó la cabeza para apreciar las melodías y que no se le escapara una sola nota. Se puso solemne, a los niños eso les gustaba mucho. A veces hasta cerraba los ojos y llevaba el compás con una mano, pero otras prefería verles las caras para poderlas recordar cuando hubieran pasado unos meses y volviera con su espectrómetro y los botes de pectina a ver cómo iba la cosa.” 




El ciclista de Chernóbil, de Javier Sebastián -2011-