miércoles, 29 de mayo de 2013

Pasión regia


[Juana la Loca, película de Vicente Aranda (2001)]

“Antes de que mis ojos lo definieran, vi los suyos mirándome desde la mancha azul de sus ropas, como si la mirada fuera una entidad sin cuerpo que me atrapara envolviéndome como un lazo de seda jovial y curioso. Poco a poco la mirada adquirió cabello y mejillas, cuello y manos alargadas. Era más alto que yo, delgado, rubio, apuesto, pero nada de eso parecía más importante que la emanación que fluía de él hacia mí, la complicidad con que me transmitió su propia duda, su alivio. Sentí la abundancia de imágenes urdidas y prefiguradas por los dos en ocasión de este encuentro. Aunque ambos habríamos enfrentado nuestro destino cualquiera fuese la impresión que nos causáramos, mirarnos y reconocer que para nada nos desagradábamos, desató en los dos una rara y eufórica complicidad. Conscientes de lo poco que habíamos intervenido en los engranajes de nuestras vidas, intercambiamos, sin cruzar palabra, la certidumbre de que juntos descubriríamos nuevos usos para la libertad que nos concedería el matrimonio. Lo bien que se acoplaron nuestros silencios bastó para convencernos de que nos habíamos enamorado a primera vista. Iba a hacer la acostumbrada reverencia, pero él me lo impidió, tomándome de la mano y llevándome sonriente al otro lado de la chimenea indicándome que tomara asiento fuera del alcance de nuestros acompañantes. Me admiró verlo actuar ante los demás con el aplomo que nos es tan difícil de asumir a las mujeres. Apenas habíamos conversado cuando pidió a la abadesa, a los miembros de su corte y de la mía que nos dejaran solos, pues ya que pasaríamos la vida juntos, bien nos haría empezar a conocernos. Cuando todos salieron, mi determinación de increparlo por su tardanza para reunirse conmigo fue totalmente avasallada por un calor en el pecho que me subió hasta los ojos produciéndome una suerte de vahído de llanto, mezclado con un trasfondo de risa y alivio. Sin saber cómo disimular emociones tan poco apropiadas para el momento, me tapé la cara con las manos, luchando por recomponerme. Él se arrodilló a mi lado, ansioso, pero le dije que no debía preocuparse. Estaba cansada tras tantos días de viaje y me daba gusto ver que, después de todo, parecía que no tendría que maldecir mi destino. Sacó su pañuelo, me secó las lágrimas. Creo que ni cinco minutos habían transcurrido antes de que me diera el primer abrazo y me besara en los labios. Sus labios eran delgados, pero su lengua parecía una pequeña lanza hurgando en mi boca. Había tomado cerveza, porque recuerdo el sabor a malta y el calor de su lengua hizo correr sobre la mía y que, desde mi garganta, bajó como una corriente de ardor que me sacudió un cuerpo metido en el mío que hasta entonces yo ignoraba poseer.”




El pergamino de la seducción, de Gioconda Belli -2005-


1 comentario:

  1. Dos mujeres distintas, dos épocas de la historia dispares. Pero ambas convergen por la chifladura de un hombre, anclado en su propio pasado, oscuro y lleno de supuestas verdades.
    La mitad de la historia, la biografía en primera persona de la reina Juana I de Castilla. La otra mitad, unos pocos años en la vida de una huérfana, internada en un colegio de monjas de Madrid, embaucada (y enamorada) de un hombre que la retrotrae a la España del 1500, y que le muestra, a través de la magia seductora de la palabra y un vestido, el amor y la pasión.


    Para mí, Belli borda la vida de Juana, teje una maraña psicológica del personaje creíble. Y por no empatizar con la joven Lucía, me resulta difícil asimilar toda su virginal inocencia. Aún así, las dos historias son un todo inseparable.

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