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[Constance
Dowling y Cesare Pavese]
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“Está
triste, como previó hace quince años que lo estaría de por vida, cuando su
amigo Sturadi, al pie del tren en el que Cesare llegaba de su confinamiento en
Brancaleone Calabro, dejó de sonreír y le anunció que ella se había casado. Ahí comenzó la degradación, las
contradicciones, el proyecto de suicidio, la previsión de la tristeza eterna. Se
despierta con ese sabor de boca la mayoría de días. Nada lo enfría. Solo lo
haría su desaparición, pero lleva tanto tiempo prometiéndosela… Ya se ha
acostumbrado, supone, al sabor de la tristeza, porque muchas mañanas –eso es a
grandes rasgos la iniciación a la muerte– ni siquiera advierte su presencia. Es
como si hubiese desaparecido, así que deduce que si no está es porque su
presencia resulta tan natural y omnipresente que ya no puede notarla. Pero,
obviamente, está. Todo este vació que lleva dentro, la nada, la desnudez
representan la señal inequívoca de que está, y que juntos forman la persona
acabada que es, que camina todos los días hacia su suicidio, pero no llega
todavía.
Esa
tristeza, en lugar de retenerlo en la cama, lo expulsa. Son las once de la
mañana. La cama de hierro en la que muere cada noche –advierte–, y
sorprendentemente resucita, presagia la idea de «tumba» desde la infancia. Es un
mensaje que se emite por primera vez en la cuna y que ya nunca se apaga. La cama
le recuerda que, a fuerza de perseverar en la vida, acabará muriendo. «De
pronto, un día no nos levantamos más y la metáfora de la cama se consuma»,
piensa con cierta indiferencia mientras se incorpora sobre el colchón. Bebería,
pero el vaso que hay en la mesilla está vacío.”
Fin de poema, de Juan Tallón -2015-