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[Juana la Loca, película de Vicente Aranda (2001)]
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“Antes de que mis ojos lo definieran, vi los suyos mirándome
desde la mancha azul de sus ropas, como si la mirada fuera una entidad sin
cuerpo que me atrapara envolviéndome como un lazo de seda jovial y curioso.
Poco a poco la mirada adquirió cabello y mejillas, cuello y manos alargadas.
Era más alto que yo, delgado, rubio, apuesto, pero nada de eso parecía más
importante que la emanación que fluía de él hacia mí, la complicidad con que me
transmitió su propia duda, su alivio. Sentí la abundancia de imágenes urdidas y
prefiguradas por los dos en ocasión de este encuentro. Aunque ambos habríamos
enfrentado nuestro destino cualquiera fuese la impresión que nos causáramos,
mirarnos y reconocer que para nada nos desagradábamos, desató en los dos una
rara y eufórica complicidad. Conscientes de lo poco que habíamos intervenido en
los engranajes de nuestras vidas, intercambiamos, sin cruzar palabra, la
certidumbre de que juntos descubriríamos nuevos usos para la libertad que nos concedería
el matrimonio. Lo bien que se acoplaron nuestros silencios bastó para
convencernos de que nos habíamos enamorado a primera vista. Iba a hacer la
acostumbrada reverencia, pero él me lo impidió, tomándome de la mano y
llevándome sonriente al otro lado de la chimenea indicándome que tomara asiento
fuera del alcance de nuestros acompañantes. Me admiró verlo actuar ante los
demás con el aplomo que nos es tan difícil de asumir a las mujeres. Apenas
habíamos conversado cuando pidió a la abadesa, a los miembros de su corte y de
la mía que nos dejaran solos, pues ya que pasaríamos la vida juntos, bien nos
haría empezar a conocernos. Cuando todos salieron, mi determinación de
increparlo por su tardanza para reunirse conmigo fue totalmente avasallada por
un calor en el pecho que me subió hasta los ojos produciéndome una suerte de
vahído de llanto, mezclado con un trasfondo de risa y alivio. Sin saber cómo
disimular emociones tan poco apropiadas para el momento, me tapé la cara con
las manos, luchando por recomponerme. Él se arrodilló a mi lado, ansioso, pero
le dije que no debía preocuparse. Estaba cansada tras tantos días de viaje y me
daba gusto ver que, después de todo, parecía que no tendría que maldecir mi
destino. Sacó su pañuelo, me secó las lágrimas. Creo que ni cinco minutos
habían transcurrido antes de que me diera el primer abrazo y me besara en los
labios. Sus labios eran delgados, pero su lengua parecía una pequeña lanza
hurgando en mi boca. Había tomado cerveza, porque recuerdo el sabor a malta y el
calor de su lengua hizo correr sobre la mía y que, desde mi garganta, bajó como
una corriente de ardor que me sacudió un cuerpo metido en el mío que hasta
entonces yo ignoraba poseer.”
El pergamino de la
seducción, de Gioconda Belli -2005-