[de internet] |
“Las camionetas y furgones que traían a los vendedores de
las editoriales empezaron a aparecer con más frecuencia por el brillante
horizonte de los pantanos, hundiéndose de vez en cuando en el lodo a la altura
del cruce, y siempre, sin remedio, cuando intentaban dar la vuelta en la orilla.
Incluso en verano se trataba de un viaje complicado. Los que lograban llegar
sanos y salvos eran un poco reacios a desprenderse de las novelas románticas y
los libros de noviazgos, que eran los que Florence quería realmente, a no ser
que accediera a quedarse también con un montón de esas novelas de cubiertas
ligeramente envejecidas, que tenían el aire de una mujer a la que nadie ha
solicitado nunca su favor. Su solidaridad tanto con los vendedores como con los
libros que envejecían irremediablemente, la convertían en una compradora algo
imprudente. Además los vendedores llegaban de tan lejos que ella no tenía más
remedio que llevarles a la cocina y ofrecerles un té. Allí, con la esperanza de
que tardarían todavía un tiempo en regresar a ese agujero dejado de la mano de
Dios, los vendedores se podían permitir el lujo de revolver el azúcar y
relajarse un poco.
[…]
En las tardes lluviosas, cuando se levantaba el mal tiempo,
Old House se llenaba de visitantes extraviados y desconsolados. Christine, que
decía que ponían la tienda perdida de arena, era implacable con ellos, y les
exigía que decidieran qué querían comprar.
- Hojear libros es parte de la tradición de una librería –le
dijo Florence-. Debes dejar que se queden y toquen los libros.”
La librería, de
Penelope Fitzgerald -1978-