martes, 31 de diciembre de 2013

Feminidad marchita


[Vivien Leigh, en la película “The Roman spring of Mrs. Stone” -1961-]

“No obstante, la señora Stone no podía dejar de admitir lo que sentía físicamente ahora, por primera vez, en esa pausa lunar que debería haberla vuelto inmune a tales sensaciones y, en cambio, la hacía sucumbir a ellas. Experimentaba deseos incontenibles, que le repugnaban pero que, al mismo tiempo, le proporcionaban una clara e inmediata sensación de existir. Si el ascensor hubiera bajado con el chico dentro, la señora Stone habría caído de nuevo en la desolada deriva, la inundación indiscriminada, el indefinible ir y venir, en la corriente del tiempo, de miríadas de objetos que entrechocan en desorden y al instante se apartan y desparraman en un amasijo informe con menos significado que la sucesión imágenes de un sueño. Este detenimiento era lo opuesto a la deriva. No se parecía a nada de lo que había sentido, una o dos veces, en el pasado. El pasado era, desde luego, la época en que el cuerpo todavía representaba un canal para esas mareas rojas que la vida orgánica traía consigo. Aquellas mareas rítmicas ya se habían retirado de su cuerpo dejándolo igual que un estuario inmóvil sobre el cual el deseo reposaba como la imagen de la luna sobre una capa de agua quieta. De pronto la señora Stone no necesitó preguntarse por qué era diferente. Las mareas rojas habían sido muy peligrosas porque tenían una finalidad que no entraba en su plan de mantenerse en una posición elevada. Lo que ahora sentía era deseo, el deseo íntimo de esa antigua ansia implícita por el peligro. Nada podía pasar, ahora, salvo el deseo y su posible gratificación. Cuando entendió esto, supo por primera vez por qué se había casado (como dijo Meg Bishop que decía la gente): para evitar el coito. Había sido su secreto y más profundo temor, la inconsciente voluntad de no procrear. Ese terror ya no existía. Se había ido al retirarse la marea de fertilidad y ahora sólo quedaba el lago inmóvil y la luna indiferente que reposaba encima, desapasionada como la aceptación de una propuesta astuta en términos satisfactorios para ambas partes.”




La primavera romana de la señora Stone, de Tennessee Williams -1950-


viernes, 6 de diciembre de 2013

La fuerza del pasado


[Hu Jun Di]

“Sí, me estaba enamorando de Chloe…, me había enamorado, la cosa ya estaba hecha. Tenía una sensación de ansiosa euforia, de esa caída feliz que no puedes evitar, que quien sabe que tendrá que encargarse de la parte activa del amor experimenta siempre en el precipitado inicio. Pues incluso a tan tierna edad sabía que siempre hay un amador y un amado, y sabía cuál sería yo en ese caso. Para mí esas semanas con Chloe fueron una serie de humillaciones más o menos embelesadas. Ella me aceptaba como si yo fuera un suplicante en su santuario, tan satisfecha consigo misma que resultaba desconcertante. Cuando estaba más distraída apenas se dignaba fijarse en mi presencia, y ni siquiera cuando me prestaba toda su atención era realmente toda, siempre había una sombra de ensimismamiento, de ausencia. Esa deliberada distracción me atormentaba y enfurecía, pero lo peor de todo era la posibilidad de que no fuera deliberada. Podía aceptar que decidiera desdeñarme, podía asumirlo, incluso, de una manera confusamente placentera, pero la idea de que se dieran intervalos en los que yo simplemente me volvía transparente a su mirada, no, eso era insoportable. A menudo, cuando yo me entrometía en uno de sus ausentes silencios, ella sufría un leve sobresalto y miraba rápidamente a su alrededor, al techo o a un rincón de donde nos encontráramos, a donde fuera excepto a mí, en busca de la voz que se había dirigido a ella. ¿Me tomaba el pelo de manera despiadada o eran momentos de genuina ausencia? Rabioso hasta más no poder, la agarraba por los hombros y la zarandeaba, exigiéndole que me viera a mí y sólo a mí, pero en mis manos se quedaba fláccida, y bizqueaba y dejaba que su cabeza se sacudiera como la de una muñeca de trapo, riéndose por la garganta con un sonido turbador, como Myles, y cuando la apartaba de mí de un empujón, disgustado, volvía a caer en la arena o en el sofá y se quedaba despatarrada, con los brazos y piernas de cualquier manera, fingiendo estar grotescamente muerta, sonriente.”



El mar, de John Banville -2005-