Annemarie Schwarzenbach (1908-1942) |
“”El bienestar que sentí fue indescriptible”, relató Klaus
Mann, “consistía, al mismo tiempo, en la paz y en una positiva excitación. Era desapego
y exaltación, acompañada de una sensación de malestar físico y una ligera náusea,
que no obstante casi no molestaban. Enormemente intenso era el placer. Hacía tanto
tiempo que no experimentaba una sensación tan placentera -¿cuánto hacía?”
Y así vinieron el alivio, la relajación, una placentera
postración física y el final de la tensión interna que la estaba devorando
desde siempre. Las drogas eran la magia que disolvía de maravilla la
intolerable pesadez de la melancolía y que le aportaba ligereza y volatilidad. Dinamismo,
euforia física, ideas, fluctuaciones y extravíos –sueños. Era un placer que no
podía compararse a nada, y absoluto. Fue una digna primera vez. Lo hizo otra
vez, y luego otra más, hasta que se convirtió en una experta. A partir de ese
momento, entre “pecados” y desintoxicaciones, subterfugios y promesas, mentiras
y envenenamientos, ya no las abandonó. Muchas amigas dominaron su vida. Algunas
entraban de puntillas, la acompañaban durante algunos días, semanas, un mes –la
inflamaban, la enamoraban (se enamoraba con una desoladora facilidad,
comparable únicamente con la facilidad con que las otras o los otros se
enamoraban de ella), y luego se desvanecían, porque la asaltaba un inesperado
desinterés o miedo; otras se instalaban allí como fetiches, divinidades
caprichosas y autoritarias, que proporcionan a la vez pasión y castigo, y a
cuyo culto no sabía sustraerse; otras en cambio hacían su irrupción sin aviso
previo, sin miramientos. Casi todas venían para salvarla –porque ésta debería
haber sido la misión de las amigas de las que se rodeaba-, pero alguna venía
para perderla. Y ella no siempre lo intuía a tiempo, porque a menudo tenían el
mismo rostro. Entre tantas, la morfina fue su amiga más íntima. Amada, odiada,
defendida, acusada, escondida, fuente de vergüenza y de placeres secretos y
violentos.”
Annemarie Schwarzenbach (1908-1942) |
“Cenaron en la terraza colgada sobre el mar como el puente
de un navío. Una brisa fresca soplaba entre las mesas, hinchando las cortinas
de los salones, y tras la espalda de Claude, el agua oscura tremolaba
ligeramente. Los camareros iban vestidos de blanco y servían las bebidas con
hielo. La orquesta tocaba, el fragor de la batería y la voz del cantante
intentaban animar el ambiente, difundiendo una aleatoria impresión de alegría,
la luna ascendía sobre la ciudad iluminada, una música lánguida se expandía por
la brisa, con el humo de las lámparas de papel, algunas parejas bailaban,
pegadas como la hiedra, deslizándose sobre las baldosas de la terraza con un
roce; había una luz dulce, un aire dulce, un viento dulce, y todo parecía
perfecto. Mientras bailan, ella se deja abrazar y llevar –entre las parejas,
bajo la orquesta, arriba y abajo por la terraza, y luego en el aire perfumado
de sésamo. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez. El cuerpo de Claude es cálido,
sólido y macizo. Qué jóvenes y qué felices sois –había dicho, con envidia, un
colega de Claude. Os deseo que tengáis mucha suerte juntos. Claude había
asentido con frialdad, y ella había fruncido el ceño, como si tuviera un
presentimiento. Le habría gustado de verdad llevarle la felicidad a Claude, y
encontrarla con él. Abandonarse de verdad a sus pasos –y dejarse lleva, como
esta noche. Bailan, abrazados, tan unidos que ella nota el olor de su
brillantina. “¿Te sientes joven y feliz, chérie?”,
bromea Claude, que estrechando a su prometida contra su pecho piensa de nuevo
en las palabras de su colega. “Yo sí.” Tiene el tórax ancho –como un toro
joven, le gusta pensar. Y sin embargo su abrazo no es tranquilizador –todo lo
contrario, un poco flojo, casi blando. Annemarie no responde. Tiene los ojos
cerrados, y apoya la cabeza sobre el hombro de él. En su nuca rasurada hace
poco despuntan algunos finísimos hilos rubios. A Claude le gusta esa nuca de
muchacho, y también las manos de ella, tan grandes y amenazadoras, y la luz
negra, casi turbia, que de vez en cuando brilla en el fondo de sus ojos claros.
Hay algo, en Annemarie, oscuramente violento que le preocupa. Empieza a temerse
que de ambos es ella la que guía en realidad –ella la que lo llevará a donde
quiera. “Claude”, le dice de repente Annemarie, alarmada, deteniéndose en el
centro de la pista en la que ahora ya se han quedado solos porque bailando, tan
absortos, en esta extraña primera noche como esposos, no se han dado cuenta de
que la música ha terminado, los de la orquesta guardan sus instrumentos y los
camareros de blanco están apagando las lámparas. “Claude”, dice Annemarie,
alarmada, “no debemos quedarnos demasiado tiempo en esta parte del mundo.””
Annemarie Schwarzenbach (1908-1942) |
Ella, tan amada,
de Melania G. Mazzucco -2000-
Novela magnífica, con una prosa bien trazada, poética en algunos momentos, otras simplemente perfecta. Lo de narrar la historia de un personaje real, se me antoja algo dificilísimo, y más si se trata de alguien que siempre llevó hasta las últimas consecuencias sus ansias de vivir.
ResponderEliminarNo conocía de nada a Annemarie Schwarzenbach (1908-1942) y después de leer el libro de Mazzucco, se me ha despertado la pasión por ella, por conocerla aún mejor leyendo sus obras y también aquellas de los amigos que la tomaron prestada para sus personajes.
Este libro llevará siempre una marca en el costado. El de haber sido mi lectura en las últimas semanas de hospitalización de mi madre. Es curioso pero me parecía que su desenlace corría paralelo al que iba leyendo sobre Annemarie. Así que, en cierta manera, perdí a ambas por las mismas fechas.
Este texto me acompañará siempre... especialmente cuando caigan las "estrellas rosadas" en un siempre mal momento ... de fuga de mi mismo.
ResponderEliminarEn ese caso sólo puedo aplaudir tu elección.
EliminarPor supuesto.