[de internet] |
“Todos los domingos, al mediodía, tocaban delante de la
residencia oficial del jefe de distrito, que en esta ciudad representaba, nada
menos, que a su majestad el emperador. Carl Joseph se escondía detrás de los pámpanos
de la parra del balcón y aceptaba la música de la banda como un homenaje. Se sentía
algo emparentado con los Habsburgo, a quienes representaba aquí su padre y para
quienes él mismo saldría un día ala guerra y a la muerte. Sabía todos los
nombres de los miembros de la casa real. Los quería de verdad, con su corazón
de niño, sobre todo al emperador, que era grande y bueno, justo y digno,
infinitamente lejano y cercano, con especial afecto hacia los oficiales del ejército.
Lo mejor era perecer por él bajo los acordes de la música militar, de ser
posible los de la marcha de Radetzky. Y al compás de la música silbaban las
balas ligeras junto a la cabeza de Carl Joseph; lucía al sol el sable, el corazón
rebosaba ante el paso noble y ligero de la marcha y Carl Joseph caía entre el
redoble orgiástico de la música, su sangre se hundía en una estrecha cinta
granate sobre el oro terso de las trompetas, el negro charol de los bombos y la
plata victoriosa de los platillos.”
[Francisco José I, Kaiser del Imperio Austrohúngaro -1910-] |
“El emperador era viejo. Era el emperador más viejo del
mundo. A su alrededor rondaba la muerte, trazando círculos y círculos, segando
y segando. El campo ya estaba vacío y solamente quedaba el emperador, como una última
espiga de plata olvidada. Esperaba, sus ojos claros y duros miraban perdidos
desde hacía muchos años en una inmensa lejanía. Su cráneo estaba calvo como un
curvado desierto. Las arrugas de su cara eran matorrales donde se escondías los
lustros. Flaco el cuerpo y caídas las espaldas. En su casa de movía sólo a
pasitos, pero en cuanto salía a la calle intentaba endurecer sus muslos, las
rodillas elásticas, ligeros los pies y derecha la espalda. Sus ojos irradiaban
una artificial benevolencia, con la característica auténtica de los ojos
imperiales: parecían ver a todos los que le saludaban. Pero, en realidad, las
imágenes pasaban sin que él las viera, y sus ojos observaban únicamente aquella
suave y delicada línea que marca el límite entre la vida y la muerte, junto al
horizonte; esa línea que ven siempre los ancianos, aun cuando la oculten casas,
bosques o montañas. Las gentes creían que Francisco José sabía menos que ellos
porque era mucho más viejo. Pero, quizá sabía más cosas que muchos de ellos. Veía
cómo el sol de ponía en su imperio, pero nada decía. Sabía que él moriría antes
de que desapareciera su imperio. A veces se hacía el ingenuo y se alegraba
cuando le explicaban detalladamente cosas que ya sabía. Le gustaba confundir a
la gente con aquella astucia tan propia de niños y viejos. Y se alegraba al ver
la vanidad con que se probaban a sí mismos que eran más sabios que él. Ocultaba
su sabiduría bajo la capa de la ingenuidad, porque no es digno de un emperador
ser sabio como sus consejeros. Más vale ser ingenuo que sabio. Cuando iba a
cazar, sabía bien que le ponían la caza al alcance de su escopeta y, a pesar de
que hubiera podido tirar sobre otros venados, disparaba únicamente sobre los
que habían puesto a su alcance inmediato. Porque no es digno de un emperador
demostrar que se da cuenta de un ardid y que sabe disparar mejor que un
montero. Si le contaban embustes hacía como si los creyera. Porque no es digno
de un viejo emperador demostrarle a alguien que está mintiendo. Si se reían a
sus espaldas hacía como si no se diera cuenta. Porque no es digno de un
emperador darse cuenta de que se están riendo de él; y mientras él no quisiera
darse cuenta de ello, seguirían siendo unos necios lo que así se rieran. “
La marcha Radetzky,
de Joseph Roth -1932-
En una ocasión, un joven Trotta salvó la vida a un joven emperador. En justa recompensa, su familia fue ennoblecida, pasando a formar parte del aparato del Imperio Austrohúngaro. Esta novela narra la decadencia de todo ese imperio, de su cabeza visible y de los descendientes Trotta que, por su condición, no saben zafarse del propio destino histórico que amenaza su único mundo conocido.
ResponderEliminarRoth sabe cómo transmitir la desazón humana ante la evidencia de lo inevitable: que nada dura eternamente, que resulta imposible escapar del desatino de una guerra y que, el sacrificio de Carl Joseph –el último de los Trotta- será la de un inocente, abocado a morir por algo que no cree pero fiel, ante todo, al honor de su nombre.
Una interesante vida. " “écrivain autrichien mort à Paris”.
ResponderEliminarNunca morir por otros vale demasiado la pena.
ResponderEliminarRoth suele ser duro. Casi hay que acorazarse para leerlo.
Roth es duro pero su desazón es adictiva, al menos para mí.
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